Según recuerda, nadie había terminado una relación con él de una forma tan definitiva y contundente. Unas habían argumentado confusiones, incertidumbres, miedo. Otras, menos cordiales, simplemente dejaron de buscarlo y cuando lo topaban en las calles o en los bares parecían mirar a un completo extraño. Una, incluso, cumplió con el protocolo de estirar la mano y sonreír (como quien desconoce magistralmente) cuando un amigo en común los presentó. Pero esas mujeres ya estaban muy lejos, en otras ciudades, en las pupilas de hombres que él suponía hambrientos. Ya no importaban. El recuerdo de ellas detonaba una sonrisa cínica y de victoria que se sostenía en una certeza: a todas las había amado. Pero-sin pero no hay narración- la última había sido diferente. Mientras cuenta esto presume que es probable que la próxima también sea diferente. Y así sucesivamente, suponiendo siempre que habrá otra próxima.
Quedaron de verse en un bar al que pocas veces iban. Un sitio cómodo, hogareño, tranquilo. Según su punto de vista se trataba de un lugar que invitaba a todo menos a la celebración. La decoración, la música, el tipo de bebidas y todo el ambiente le resultaban un poco ajenos. Sin embargo no había más alternativas, y de haberlas ninguna iba más acorde a las circunstancias. Pensó que era el lugar necesario. Llegó diez o cinco minutos después de la hora pactada. Ella también. Casi al mismo tiempo. Hacía un frío endemoniado: al verla bajar del carro, sostiene, le hubiera gustado prestarle un abrigo que llevaba de sobra en el coche, pero ni siquiera lo intentó. No recuerda haber conocido a una persona que le ofendiera tanto el frío, ni la estupidez fuera de lugar. Suponiendo, claro, que ser un estúpido oportuno es, hasta cierto punto, gracioso.
Hablaron de muchas cosas: de un gato desaparecido, de los padres y sus manías, de las vacaciones, del futuro, de ciertas canciones. Él, un farsante con buenos gustos pero poco dinero (así se define), pidió whisqui en las rocas. Ella, una chica sencilla y luminosa (así la define), eligió cerveza oscura, como casi siempre. La familia y las fiestas decembrinas, chistes muy malos y derrapes de la memoria fueron los lugares por los que anduvo la plática. Luego ella preguntó por el motivo de aquella reunión. Él respondió con una frase célebre, canónica, ridícula, de antología: aclarar la situación. Ahí empezó todo.
Quiso escribir esta historia, pero creyó que ofrecía muy poco. Dos individuos charlan en un bar; terminan una relación sentimental por una acumulación de razones inobjetables. La historia no tenía más detalles, salvo impresiones. Creía que adornar la atmosfera, suponer los pensamientos, exponer y/o exhibir las emociones era faltar demasiado a la acción. Porque ahí, a pesar de todo, había una acción: ella lo estaba dejando y era un hecho importante, que lo removía, que lo volcaba sobre sí mismo. ¿Pero qué iba a hacer con eso? ¿Por qué había tantos peros en la escritura?
Entonces creyó entender la vanidad del escritor: el artificio. Sí, había una acción determinante, la que se acaba de contar líneas arriba ¿era necesario atar los cabos, enlistar los hechos pasados para entender la naturaleza de su reacción? ¿A fin de cuentas, qué le ofrecería al lector? Lo tenía muy claro: un manojo de amargura, una situación hilarante resultado de la denigración personal, una escena cotidiana, verdadera si se pretende así (atendiendo a la verdad como un punto de vista) y, en el mejor de los casos, un contra ejemplo. ¿Pero, otra vez los peros, dónde descansaba el arte? ¿En las palabras, en la fábula, en la carga emotiva, en la multiplicidad de significaciones? No iba a escribirlo; él no.
Mi chica me dejó definitivamente hace un par de semanas. Ayer, después de un par de semanas, hablamos durante cuatro horas, sentados en la sala de una casa que han acondicionado para atender a personas que desean beber mientras comen algo, y viceversa. Un lugar muy aburrido, atiborrado de cuadros viejos, de arte pop y camisas enmarcadas que detentaban la firma de un cantante local famoso que había alcanzado el éxito después de un reality show poco agraciado. Estaba viendo una película (Adios a las Vegas, por si precisan detalles. No lo tomé como una premonición) cuando me escribió un mensaje de texto diciendo que estaba libre, que si sugería algo. Y por alguna extraña razón, yo mencioné un sitió X. Dijo que a las ocho ahí nos veíamos. Llegué tarde, fiel a mi costumbre. Ella también llegó tarde, fiel a la misma costumbre. Por lo menos llegamos al mismo tiempo. La vi bajar de su auto y sentí ganas de abrazarla y cogerla por el brazo. No era una buena idea después de tanta distancia. Todo se había enfriado y preferí no exponerme al rechazo. O más bien no quise hacerla pensar que yo pensaba en mi fuero interno que todo seguía igual, que se trataba de un disgusto mayúsculo que tendría solución esa noche. La hubiera ofendido mi inocencia.
Pedí el wisqui más barato, con el propósito de incendiar los pensamientos más rápido. Ella prefirió cerveza. En la televisión pasaban videos de Martha Sánchez y ambos reconocimos que nos parecía lindísima: una sirena, incluso. Charlamos un poco de Vilma Palma y otros cantantes ochenteros que compartíamos (opinando que la simpatía por ellos la despertaba, en gran medida, la austeridad de sus producciones. Lo que podía interpretarse como un gesto de mal gusto, era para nosotros un derroche de méritos). Había momentos en los que estábamos muy serios: yo revolvía el hielo de mi trago y ella miraba la televisión y se mordía los labios. No me miraba. Me preguntó por mí, que si había estado bien: inquieto, expectante, ansioso, triste, ebrio, insomne, fueron algunas de las palabras que usé para terminar diciendo que, a pesar de todo eso, había estado bien pero que la extrañaba a rabiar. Y sonrió con la mitad de la boca, aunque no estoy seguro si esa sonrisa era timidez o una mordaz llamada de atención a mi imprudencia.
Ya no me siento atraída por ti, dijo. En otro tiempo hubiera creído que una frase así no significa mucho, pero lo dijo de tal forma que no había vuelta de hoja. Era importante. No te habías dado cuenta, preguntó. Y dije que no, por patético. Según yo estaba muy enojada conmigo por una serie de actos que revelaban aspectos de mi personalidad incompatibles con la suya. Pero ella lo entendía de otra forma: haber descubierto que yo era un ególatra con tendencia y/o adicción al drama, además de un tipo hipersensible, echaron por la borda todo lo demás. Además era mentiroso, histriónico y un embaucador. Y ya no le gustaba, aunque podíamos seguir siendo amigos. Y ahora quien se reía con la mitad de la boca era yo, decepcionado y confundido. Ser amigos, después de todo, me resultaba un agravio, un salvajismo de europeos. Un vituperio sacado de algunas películas gringas, de muchas canciones baratas. De ciertas telenovelas. No dije nada. Antes de subirse a su coche me dijo que era una nena y se rió. Entonces supe todo lo que me la había amado y todo lo que me despreciaba ahora. Y sonreí con amargura porque, a pesar de todo, me había espantado los fantasmas y quería pedirle matrimonio, algún día. Pensé en una película de un célebre cineasta italiano. En una escena donde el protagonista, el epitome del ingenio, arroja un zapato al trolebús donde partía su ex esposa, o la que parecía ser la madre de sus hijos. Desde la parte trasera la mujer le giñaba un ojo y le decía adiós rebosante de felicidad. Debí sentir lo mismo que aquel tipo: el abandono astronómico. Lanzar un zapato contra su coche no venía al caso. Aunque si hubiera estado ella en la parte trasera del mismo, moviendo la mano con un gesto similar, quizá me hubiera asaltado la tentación.
Nos fuimos al mismo tiempo, después de que me empeñé en pagar la cuenta. Ella, supuse, se fue a su casa. Yo, como el tipo indecente que soy, me fui a refugiar a las cantinas, a hablar conmigo mismo, a pensar en los detalles. Estaba confundido, me sentía erosionado. La mujer de la cual estaba enamorado me había mandado al demonio de tal forma que ni siquiera tuve la oportunidad de refutarlo. Ni siquiera pude responder al reto que me lanzó: quería un argumento que la hiciera pensar lo contrario. ¿Ya no le gustaba, no había dicho eso? ¿Un argumento, en caso de que hubiera uno, la habría devuelto a mis brazos? ¿Entonces no era tan cierto que ya no le gustaba? ¿O es que dejé de gustarle en ese momento, cuando quedé pequeñito, en silencio, tratando de salvar con mi vergüenza, la dignidad? Fue ahí cuando dejé de gustarle definitivamente, estoy seguro.
Seguro ensarté más preguntas en mi cabeza, sin alcanzar a responder alguna. Esa noche, lo que quedó de la noche, acaricié la pantorrilla de una mujer a la que a pagué por su compañía. Sobra decir que me sentí ridículo, pero igual lo hice. Horas después le pagué para que durmiera conmigo, en el entendido de que tendríamos sexo. Me quedé dormido apenas entré a mi cuarto. ¿En qué piensa un tipo que le paga a una mujer para acostarse con ella y al final se queda dormido? ¿Por qué acudir a otra mujer cuando ya te ha dejado una? Son los avatares de la condición humana. Y me sentí satisfecho con mi respuesta.
Una mujer puede llamarse Fabiola, Claudia y María en una sola noche y al mismo tiempo. Puede decirle a un tipo que por las mañanas estudia en una universidad católica y por las noches se acuesta con tipos desagradables para comprarle un regalo de navidad a su niña de cinco años. Según su madre, la chica trabaja en un casino sonriendo toda la noche a los desvelados clientes que van en busca de una esperanza. Entre la poca iluminación de aquel cuarto, me aferraba al rostro de aquella chica (y también al ímpetu de querer contar esta historia) que sostenía mi miembro con las dos manos aunque no fuera necesario. ¿La reconocería si alguna vez la mirara en la calle, de la mano de una hija que yo creó, en verdad, que existe y que se llama Penélope? Tal vez reconocería su voz, las inflexiones de su voz: sus dientes chuecos, ciertos lunares de la espalda y su dificultad para pronunciar la erre. Su olor, creo, solo es parte de su trabajo.
Penélope, dijo, se llamaba su hija. Su padre, bien. Gracias. Tenía cinco años y quería un juguete carísimo. Reconoció que robaba a los clientes. En mi caso, dijo, había reportado un servicio de menor precio, pero el paquete iría completo, como lo había prometido al principio. La luz roja, tenue. La decoración oriental, el colchón ortopédico, el espejo en la cabecera, un cuarto pequeño. Un perchero (donde no colgué el sombrero ni el saco) y música de Alejandro Sanz. Seguro había más. Yo, desnudo en la cama, entregado a una erección trabajosa en manos de una mujer que decía mentiras. Se parecía a ella, recuerdo. Diez chicas nos recibieron en una pequeña sala y cada cual fue diciendo su nombre: Ingrid, Rosario, Devora… Fabiola: pechos pequeños, muslos tornados, cejas arqueadas, sonrisa tímida. Ni siquiera lo dudé. Me dijo que, porque le había caído bien y además había participado en su trampa, pasaría la noche en mi casa. Y así lo hizo. Pero me quedé dormido, terriblemente borracho. Por la mañana se despertó exaltada. Me dio un beso en beso en la mejilla y dijo que había sido un gusto. En el fondo deseo no volverla a ver nunca.