viernes, 6 de mayo de 2011

Amelia, queridísima dulce amiga, he leído más de dos veces la carta que me has dejado sobre el tocador. No lo puedo creer. Resulta que una universidad extranjera me invitó a dictar un curso que por causas ajenas a mi voluntad (como dices tú, siempre todo es ajeno a mi voluntad) se prolongó tres semanas más. La respuesta de los alumnos fue sorprendente, incluso la de los colegas. Jamás pensé, ni en mis más desbocados desvaríos, que en una universidad como aquella estuvieran tan interesados en las Crónicas de Indias. Ese tópico será mi deuda eterna contigo. Cuando recibí la invitación, querida Amelia, sentí que se estaban equivocando de persona. Por eso decliné la oferta y a la vuelta de los días me llegó de nuevo avalada por una recomendación tuya. Acepté con la serenidad de quien recibe una orden irrevocable, pero estuve pensando siempre en tus motivos: el embarazo.

Siempre supe que te hacía mucha ilusión tener un jardín en casa que tu pudieras llenar de mascotas, por eso, apenas miré la suma ofrecida por la improvisación de dos semanas de clases, no lo dudé, Amelia, y entonces te hablé por teléfono como loco y te saturé la bandeja de entrada del correo electrónico para darte la buena nueva. Pero al parecer hacía días que ya no estabas en casa y tus padres te hacían conmigo en el noroeste del país vecino en una universidad olvidada de Dios. Los gatos desbarataron los sillones que mi madre adquirió en la mesa de regalos de aquella tienda departamental que escogiste para que los invitados a nuestra boda adquirieran los presentes. Encima de la cama, esa en la que me decías que me amabas una vez que terminábamos de hacer el amor, estaba esa carta salpicada de excremento de gato donde me explicabas que te ibas por un tiempo y que además estabas embarazada y dudabas de la paternidad de nuestro hijo. ¡Y decía nuestro, Amelia! Y si decía nuestro ¿por qué habrías de dudarlo? En ese caso hubieras dicho tuyo o mío o de otro.

Todos los días, cuando vuelvo a casa después del trabajo, siempre pienso que al entrar estará esperándome cualquier cosa, incluso algún secuestrador o una amenaza de muerte, pero no esa carta tuya que se mueve de lugar como si tuviera vida propia: del tocador a la cama y de la cama al tocador. En ocasiones me ha tocado verla metida entre las notas de mis clases, o sobre la estufa con una actitud pirómana. A juzgar por la minucia y la claridad de la letra, infiero que la redactaste en repetidas ocasiones. Y si la forma era tan clara, no podría entender como es que el fondo es tan confuso: habla del futuro, de la casa en el playa que algún día heredarás de tu madre, de la educación que habremos de darle a nuestro hijo, de la mesa de té que montaremos en el jardín que te prometí cuando compramos esta casa, del perro que algún día tendremos y demás situaciones que sin duda un día soñamos juntos. Y si todo eso es así, dulce Amelia, ¿por qué tuviste que irte, si la cosa iba de maravilla?

Quizá yo siempre he sido un idiota y no me di cuenta que esa carta la estabas escribiendo en mis narices si es que no la traías contigo desde la otra vida, digo, la de tu anterior vida de casada. Escríbeme, Amelia, aunque sea para decirme que estás al tanto de que han inventado una vacuna contra el SIDA.

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