jueves, 2 de junio de 2011

La carta que habré de escribirte un día, Amelia

Amelia, niña de los espantos (como reza aquel verso de Sabines), al igual que un personaje de cierto libro, quisiera escribirte una carta total y verdadera, con palabras corrientes y desgastadas por las muchas personas que ya las han dicho, palabras casi ingenuas pero inflamadas de aquella pasión antigua que inflama las cartas. No quisiera, querida Amelia, esperar tanto tiempo para hacerte un recuento pormenorizado de los días que han pasado desde nuestro último viaje juntos. No quisiera, pues, tener listo mi epitafio para que sea aquella carta lo último que pueda escribir. En otro libro leí que las cartas son la forma de la utopía por excelencia por ser siempre una escritura hacia el futuro. Lo subraye, esa fea costumbre mía, y puse a un lado una nota de exclamación. Esto último no vale para mí, ya que en estos momentos yo debería de estar escribiendo una carta al pasado, a otro siglo quizá, donde presiento que nos extraviamos y de donde yo pretendo traerte. Si yo fuera Orfeo, iría por ti al infierno, y también volvería la vista atrás para estar seguro que es tu ánima lo que viene conmigo. Entonces, como siempre, volvería a perderte, por el simple vicio de seguirte buscando en todas partes.

En las afueras de aquella ciudad, mientras se escuchaba en la radio una triste canción que no sé porque a mí me recordaba a un periodo de entre guerras, me pediste que detuviera la marcha del carro y que apagara las luces. La ciudad era un despilfarro de luces y sirenas de patrullas. Por un lado pudimos ver la figura de un elefante y por el otro las jorobas de un dromedario. Desde esa vista, la ciudad era, qué curioso, una carpa de circo. Y yo asentí, porque una ciudad que de noche parece una vejiga hinchada, también puede parecer una carpa de circo. Un par de puentes, algunos centros comerciales y un cuerpo policial sofisticado, jamás harán de esta ciudad un lugar donde pueda vivir civilizadamente. Y también asentí, y también fue la última vez que vimos juntos esa panorámica.

Mi carta, la que un día tendré que escribirte, debería de empezar hablándote de un gato que todos los días, por las mañanas, viene a nuestra casa a pedir comida. Como todos los gatos, éste come, ronronea mientras le acaricio el lomo, rasga la alfombra y luego se va. Te habría encantado conocerle y buscar en su andar algún nombre de acuerdo a sus rasgos. Le he puesto Macedonio, vacilando a cada instante si no le sentaría mejor Sísifo o JaKo Mojo Hoho.

Por las mañanas entra el sol por la ventana del cuarto que ahora ocupo, como una luz tenue de invierno, la luz se filtra por las cortinas que tu madre me regaló hace muchos años. Al despertar, perdonarás el cliché con el que te escribiré mi carta, eres lo primero que se me ocurre, como un arrebato. Antes, cuando joven, prendía al fogón para calentar el café, ahora me he hecho de una cafetera sofisticada que yo compre para ti el día que estuvieras de visita por casa. Está un poco usada, pero la conservo intacta. En el viejo cuarto donde siempre imaginamos a nuestros hijos brincado, me adapté un estudio con mis pocos libros y con los muchos que me dejaste. Te extraño, Amelia, en algún lugar de esa carta tendré que decírtelo: te voglio, te cerco, te quiamo, te veco, te sento, te sono.

Esa será mi carta, dulce amiga mía, una carta al pasado que hable, precisamente, de los recuerdos del pasado, de las cosas que tenemos juntos, de los viajes nunca hechos y los libros nunca escritos, de las magnolias del jardín, de mi nuevo amigo el gato, de las tortugas que se han ido sumando a la geografía de esta ciudad en la que, perdonarás mi redundancia, fuimos tan felices y después tan desgraciados y en la que siempre visualizamos nuestra atopía. Habrá de estar en tiempo presente lo estrictamente necesario, lo que sea inevitable, pero prometo escribir en infinitivo para tratar de demostrarte que aquí los años no han pasado, que mis venas siguen inflamadas, que mis cansados sentidos siguen fuertes y firmes respecto a ti. Un abrazo.

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