martes, 14 de junio de 2011

Yo: narrador de vestigios

Los recuerdos son tormentas, borrascas, bosques oscuros. Y al revés: las tormentas, las borrascas y los bosques oscuros también son recuerdos. Pensando en todo esto, y en lo que dejo de fuera, me quedé mirando las gotas de las primeras lluvias que azotaban la ventana. Entonces me has pasado por la cabeza, y pude ver tu imagen esparcida en el vidrio empañado de la ventana que mira hacia la nostalgia. He concluido: lo que me pasa a mí es la nostalgia, tamizada por una mala prosa poética sentimentalista y sensiblera. La gente que lee los pocos textos que me he atrevido a mostrar, sostiene que algún día mi nombre resonará por todas partes, acompañado de la fama y el dinero. Yo no sé qué pensar al respecto. Mis historias, cercanas al melodrama telenovelero, parecen tener una recepción fabulosa entre las amas de casa y los adolecentes educados por la televisión y el cine barato. Gente del ambiente literario, algunos no muy ajenos a los dos grupos mencionados atrás, aprecian lo que ellos llaman un limpio estilo, la metáfora fácil y sustanciosa, la plasticidad fotográfica de mis descripciones pero, sobre todo, la emotividad de mis personajes que, repito sus palabras, los sienten como parte de ellos. Es decir: sienten que cualquier lector está cercano a los conflictos amorosos que planteo. Y entonces, cuando escucho esto, siento que no vale la pena seguir escribiendo si lo mío está en todas partes, si es tan evidente, si mis historias no develan el empolvado telón de la realidad.

Siempre he creído que los escritores no debemos hablar de lo que escribimos, ni argumentar que lo que quisimos decir cuando dijimos tal cosa… Pero me siento frustrado, arruinado y llevado al plano de la trivialidad. Soy un escritor, como lo sabrás tú querida Amelia, que tiene en la cabeza y en la vida propia lo elementos necesarios para deslumbrar a muchos: tristeza, nostalgia, arraigo y cultura general. He leído a los grandes, estoy inscrito a un partido político de izquierda, me preocupan ciertas causas sociales y asumo que el mundo es una mierda. Además soy un infeliz desgraciado y perdedor de todos los concursos literarios. Disfruto vivir en el margen de la cultura y no tengo a nadie que me reciba con un tierno beso al llegar a casa. Sin embargo, llevo la vida lo mejor que puedo y, dentro de mi vida, te llevo a ti, querida.

Tuve la osadía de pedirle a un señor ilustrado un prólogo para mi próxima novela y me dijo, en pocas palabras, que serviría más mi presencia en el mercado de abastos vendiendo legumbres. Y sentí rabia. Fui con otro, atendiendo a su apacible semblante, y me dijo que, si el texto no era un chiste o una parodia, entonces era una basura. Y volví a sentir rabia. Por todo esto, y por lo que dejo fuera, he decidido defenderme con los pocos argumentos que la vida me ha dado y con otros que tomo prestados. Yo escribo lo que veo y lo que soy. Mis ruinas escriturales son los vestigios de una realidad arruinada. Los hombres, las mujeres, somos cascaras, figuras deformes por el sistema, juguetes de las circunstancias globales. Nuestra historia es una caza de brujas, un aquelarre, una alharaca, una disonancia: un cúmulo de malentendidos. ¿Y cómo trabajar con esos resabios? ¿Qué hacer con ellos, sino evadirlos? Cómo decirte, sin que suene gastado, que no estoy dispuesto, ni disponible, a pedirle al mundo que atienda mis pesares de ser humano hipersensible.

Los escritores somos exhibicionistas. Buscamos la manera de cifrar el llanto y la pérdida de los valores humanos en mamotretos, somos vates, interpretes, poetas, prestidigitadores. Nuestro problema, dicho lo anterior, es que escribimos en el desfase, vaticinamos el pasado, interpretamos en base a modas pasadas de moda, poetizamos el cliché y nos prestidigitamos el estilo. Sin embargo, la culpa no es nuestra, es del mundo, de la distribución geográfica que nos puesto este paisaje árido como escenario de nuestras comedias. Y pese a todo, con mi inocencia a cuestas y maravillado de mi conciencia, estás atravesada en todo lo que escribo, en todo lo que garabateo y en lo que escribiré el resto de mis días.

En mis textos busco el equilibrio de mis emociones dislocadas, de mis incongruencias. Cifro el arrebato de los días, la contingencia diaria, mis ganas de un mundo más justo, la desesperada angustia de no tenerte, las inclemencias del clima, los olores de nuestra cocina, las desigualdades sociales, el miedo a no ser lo que de mí espero, la tristeza de los aeropuertos, la ignominia de los pasajeros de este tren expreso que es la vida. Las palabras, la masa que unifica mi creación, son la de todos los días, la de todas las horas. Son las palabras que nos contienen, las que nos nombran, las que nos hacen prisioneros del entorno. Las palabras son mías y en todas ellas yo encuentro los ecos de tus voces, las melodías remotas de tu infancia, las reminiscencias de tu pueblo. Entonces, tú eres mis palabras y yo un simple orquestador de tamborazos que intenta reproducir los sonidos de la lluvia cuando caen sobre las piedras. Mi escritura es, por tanto, la sinfonía de los recuerdos que tuve contigo. Me duele, pues, que nadie haya sido capaz de ver mis virtudes poéticas y que no lean entre líneas la historia de amor eterno que llevo a cuestas. Mi rabia radica en la facilidad, en la poca seriedad, de las personas para decir que mi historia contigo puede ser la de cualquiera, como si tú y yo estuviéramos en todas partes, como si lo nuestro fuera un chiste o una historia de folletín. Si yo fuera tú, triste Amelia de mis angustias, gotas de lluvia en la ventana, también estaría indignado. Te adoro.

Blas Barajas.

PD: Las posdatas son absurdas en los textos electrónicos.

1 comentario:

prismal dijo...

Antes de opinar debo de decir que el Blas ha llegado casi al punto de amagarme con un arma para que lea su blog. Por ello, cualquier comentario dicho por mi parte más bien parecería escrito a punto de pistola.


Si bien no me imagino al Blas como un guerrillero colombiano capaz de hacerlo, siento cada vez más la presión de escribir aquí.

a todo, no puedo sino decir: yo sería un excelente vendedor en la Central de Abastos. Si ponemos un puesto juntos podríamos regalar poemas con cada kilo de fruta, Blas. Me parece que sería más saludable que todo el sistema literario mexicano de hoy en día.