domingo, 3 de julio de 2011

Lo que me pasó por la cabeza el día del padre

La gente piensa que soy especial, gente, claro está, con problemas de autoestima más graves que los míos. Dicen que tengo el mundo a mis píes, que no soy tan feo y que encuentran en mí a un buen tipo. Aduladores. Mi inteligencia, esa que me permite que las personas digan de mí tantas cosas, rebasa la media de las personas comunes y corrientes: hablan de mi carisma, mi simpatía, mi prosperidad y mi elocuencia. Otras gentes, más preocupadas por sí mismas (bendito sea Dios), alegan los contrario. Me atribuyen la soberbia, la pedantería, la poca imaginación y el patetismo de quien ha leído un par de libros y escrito, apenas, un par de líneas pretenciosamente elaboradas. Habrá a quien le parezca un simple individuo más sobre la tierra. Eso es lo que sé y, a decir verdad, me reconforta saber que no les paso desapercibido. Pero estoy más cómodo sabiendo que no soy nada de otro mundo.

No soy de esos tipos que andan por el mundo tratando de explicar sus intenciones, ni manifestando sus ideas a cualquier persona. Aunque a las pocas personas que me tienen paciencia, suelo atiborrarlas con mis tonterías: algo que les suena a idealismo, en el mejor de los casos, o a romanticismo, en el peor de ellos. Esta noche miré el futbol en mi casa (porque ahora tengo televisión) y después pasé un vistazo sobre un libro que no entiendo. Después, ante un ataque de angustia, hice un par de llamadas a viejos amigos y nadie me respondió. Tomé las llaves de mi coche (que por cierto no quiero hablar de él) y salí a dar vueltas por la ciudad. Me gustaría decir que salí sin rumbo, pero esta noche no me siento lo suficientemente poeta para ensartar mis trivialidades. Uno siempre tiene un rumbo. Yo busqué el mío y descubrí que, inevitablemente, siempre desemboco en el mismo lugar. Sin dinero, sin tabaco y con pocas ilusiones, entré a un bar, al mismo de siempre. Tomé asiento en la barra y pedí un tarro de cerveza oscura. El lugar estaba un poco solo, apenas habitado por las mismas personas de siempre. Escarbé en mi bolsillo y, entre un lápiz y un encendedor que me regalaron en España, rescaté algunas monedas para ese viejo artificio de la música digital.

A las doce de la noche alguien me dio una palmada en el hombro y me deseo felicidades. Me sentí extraviado. Después vino otro triste borracho y me dijo lo mismo. Sentí, por un momento, que era el día de los pendejos ya que mi cumpleaños está muy lejos. Caí en cuenta que era el día del padre y me desconcerté todavía más. Me paré a felicitar a los poco que ahí estaban, sin tener la delicadeza de preguntar si eran ellos padres o si lo habían sido en algún momento. Y entonces, me pregunté, qué será de mi padre, qué hará ahora a más de 700 kilometros de distancia. Con qué valor cogería el teléfono para felicitarle por un día tan absurdo y sobre el cual ni siquiera estaba consciente. Ese día yo tendría que celebrar mi orfandad. Cuando me iba, un viejo amigo entró, prendiendo un cigarro, fiel a su miserable costumbre y me invitó dos cervezas. El resto de la noche hablamos de Argentina, de mi paso atropellado por una pensión de estudiantes, de los cortes de carnes, de Roberto Arlt, del whisky y de los planes a futuro. Yo quise mencionarla en mis palabras, quise escribirle un texto al celular, sentí que debí hablarle por teléfono, pero, siempre hay un pero, se me habían acabado los pretextos. Aquellas palabras: te extraño, te amo, necesito verte. Abandonaron el significado original y pasaron a ser reproches. Después quise pasar por su casa, pero ese después fue siempre postergado. Será después. Mañana será el después y después será mañana ¿no es así cómo funciona esto?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

leerte es un vicio,
"vicio" lo he usado solo dos veces,
la primera fue para un locutor..

No soy yo, eres tú dijo...

Amote, a veces